enero 2014

Entre Marilyn Monroe y la revolución (fragmento)


Solíamos ir al cine a ver películas de Cantinflas y de Pedro Infante en el cine Central de San Salvador, que ahora es, como muchos teatros nacionales, una iglesia protestante donde la gente cae al suelo con vergazo y la boca llena de espuma (y nadie grita: ¡Corten!). En su sala exponían filmes de la época de oro del cine mexicano. Las paredes estaban adornadas con afiches enormes donde la presencia de mujeres con culos de avispa y trapos de cabareteras, ensombrecían cualquier otro anuncio. Ahí vi a mi hermano, cuando apenas tenía doce años, soltar una lágrima al momento de ver una niña bonita que salía con Leo Dan, en una película cursi.
En la sala de un teatro nacional vi a Kerwin Mathews y a Judi Meredith en el filme Jack, el matador de gigantes, saltando los muros de castillos embrujados y degollando dragones que volaban como si fuesen de cartón, a los que se les veían los gruesos alambres del titiritero, entonces fui yo el que lloré. La vida es una película.
La mujer que vendía los boletos en el cine de mi pueblo tenía un lunar en el rostro, llevaba los cabellos negros muy lisos, su hija fue asesinada a los quince años por los escuadrones de la muerte, era muy linda y se llamaba Esvetlana Ivanova Cortés. Me resultó curioso que alguien de un pueblo salvadoreño tuviese nombres rusos en esos días.
Al salir del cine encontrabas en el basurero de la esquina la cabeza de tu compañero de aula, aquel chico que dibujaba karatekas con rostros de animes japoneses, viéndote con ojos tristes, el cabello despeinado y lleno de lodo, y tú, observando hacia todos lados, con vergüenza de estar interrogando una cabeza sin cuerpo, preguntándole: ¿Dónde habrán dejado tu cuerpo, carnal? Al girar la página del libreto encontrabas las señales del camino a seguir en medio de un horrible y apestoso mercado de pulgas.

Perder la costumbre de jugar con marionetas sin cuerpo y hablar con las piedras es una enfermedad que no tiene remedio, se volvió un arte de la evolución salvadoreña. Una marca de identificación, como la que llevan en el cuero los semovientes o en la sangre los que usan tarjetas de crédito. Pero no importa, a veces sentimos que llueve y cae granizo, aunque sólo se trata de un dolor de cabeza o el piquete de una hormiga que se coló entre los calzoncillos.  
No cierres tus ojos esta noche, las hormigas caminarán sobre tu rostro cuando la luna gibosa cuelgue del cielo.

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