Ciudad Rocanrol

El noveno planeta y la constelación de los volcanes.

         En la órbita XIX.
                              
Jamás fui practicante de fútbol más allá de las chonguengas de las tardes. Jugábamos con balones de plástico que costaban un colón en el mercado municipal. La crónica sucedía en los barrios de un pueblo llamado Quezaltepeque, el pueblo de mis abuelos. Influenciado por la cultura pop de los futbolistas argentinos que llegaron al país, como Roberto Casadei, me quedé con los cabellos largos y las ideas sobradamente inquietas.



Lo que se murmura del fútbol trasluce el sabor de la leyenda, aunque no recordemos los nombres de los demonios que la vivieron, dentro de su cancha o espiando desde las graderías. Cuando transcurría mi niñez, había un equipo llamado Santiagueño en la primera división de fútbol, recuerdo su uniforme rojo y en especial a uno o dos de sus jugadores negros. Según mi tío, que me llevaba al estadio, eran brasileños. El club era del poblado Santiago de María. El CD Santiagueño obtuvo su único título en el torneo 1979-80. En efecto hubo brasileños en sus filas, pero también es cierto que en aquellos años para el imaginario popular todos los jugadores negros eran brasileños como todos los blancos eran turistas gringos. El Santiagueño era el equipo de mi tío, y el mío también, al menos los domingos que pude verlo jugar.
Las puteadas sobraron siempre en ese lugar. Entre esas muchedumbres escuché la palabra “culero”, dicha con música y resonancias magnéticas. Años después pude oírla en el filme “Voces inocentes” que dirigió Luis Mandoki.
Mauricio Klein, era un octogenario salvadoreño que dedicó su vida al fútbol. Pasé momentos entrañables junto a él y a otros viejos en cafeterías de San Salvador. Yo , atragantado de preguntas que pocas veces logré hacer porque para ellos, que pasaban de los setenta y ochenta años, yo no era más que un peluche con una grabadora en las manos; sin embargo eso fue lo que me permitió estar orbitando alrededor de su círculo, mis oídos, mi atención sobrada para unos viejos a quienes nadie quería atender. Después de escucharles hablar acerca de la “época de oro” de nuestro deporte nacional, decidí pasarme algunos meses por la biblioteca nacional y averiguar qué ondas con el fútbol. Las notas sobre fútbol que yacen ocultas en su sótano ocupan junto a los conflictos políticos, los dos géneros más nombrados del siglo XX. En esas conversaciones el fútbol era para entonces viejo, como las voces de aquellos ancianos entrañables.
Klein no era escritor, pero oírle hablar fue como hacer un viaje por el pasado de las graderías y las canchas, entrar en las ventanas de los hechos, en el rumor de la gente. Su vida dentro del fútbol salvadoreño evidencia la sencillez que habita detrás de cada balón pinchado, en la mancha enlodada de los muchachos, en los rostros sonriendo que comparten agua y comida, en los camiones y autobuses repletos de gentes que quieren llegar a ese grito que suena igual en todo el mundo: el gol. Mauricio Klein conservaba recuerdos de la generación de futbolistas de la década 1940, 1950 y 1960, cuando estaban en boga los torneos colegiales de fútbol organizados por los comunidad salesiana, el nacimiento y desarrollo de la Sub Federación Burocrática y Comercial de Fútbol llamada popularmente “Liga Burocrática”, y por supuesto recuerdos de la selección juvenil salvadoreña que se coronó campeona en Guatemala en el II Campeonato Norte-Centroamericano y del Caribe de Fútbol Juvenil en 1964 bajo la dirección técnica de otro viejo entrañable, Conrado Miranda. Klein habitaba en los recuerdos de sus amigos que fueron al mundial de México 70 y su trabajo en el llamado “fútbol menor” bajo la bandera de la Liga Infanto Juvenil y su evolución hasta el nacimiento de la Asociaciones Departamentales de Fútbol Aficionado (ADFAS). Klein es una visión oculta, que, aunque no jugaba al fútbol lo vivió como técnico y estudioso, como un abuelo arrastrando los pasos en las zonas borrosas de la memoria. La voz de Klein y su rostro anciano no fueron para la televisión, fueron para la crónica, donde suelen habitar los seres mortificados por la insatisfacción y el olvido. A él le escuché hablar por ver primera de un inglés llamado Federico Sawyer, que después encontré nombrado en notas de prensa de los primeros años del siglo XX, considerado pionero del fútbol salvadoreño. Después, cuando hablé con Alejandro Gómez Vides, magistrado de la Corte Centroamericana de Justicia que ha estudiado la historia del fútbol nacional, me confirmó la existencia de Sawyer.
Federico Sawyer vivía en El Salvador cuando fungía como presidente Tomás Regalado, y se le asocia al primer balón que “picó juguetonamente” en una cancha salvadoreña, “fue él quien trajo ese primer balón”, me jura Klein. Entonces nuestro paisaje estaba floreado de cafetales y bosques originales, los verdes parecían hablar al oído mientras los pájaros sostenían orgías con las mariposas, los jaguares cruzaban nuestro país en su viaje por el corredor mesoamericano. La ciudad de Santa Ana, rodeada de volcanes y cerros vestidos de brisa, servía de cuna a las familias más poderosas del país. Y fue ahí, el día 26 de julio de 1899, donde, de acuerdo a las noticias, se registró el primer juego de fútbol salvadoreño.
Las cosas sucedieron en un lugar conocido como Campo de Marte, donde hoy está situado el Cuartel de la Segunda Brigada de Infantería. El juego se realizó en horas de la mañana y la fecha no es antojadiza, es la celebración de las fiestas patronales de la ciudad, en honor a un personaje de la cultura cristiana llamada Santa Ana; los relatos apócrifos aseguran que se trata de la abuela de un tal Jesús y así se la venera.
Ese juego “primigenio” que se verificó en la ciudad de Santa Ana está relacionado con el sistema cultural del deporte conocido como “fútbol moderno”. Las primeras codificaciones y organizaciones del “fútbol moderno” se vieron crecer en el siglo XIX. La mentalidad sistémica de los ingleses permeó los debates en la universidad de Cambridge, en la que nació el primer reglamento, conocido como “Las Reglas de Cambridge”, instrumento que sirvió como base para la primera convocatoria a un torneo de fútbol, el cual se realizó con la participación de equipos de escuelas públicas, expresa una época en la que la utilización de las manos junto a los pies y la violencia física todavía no se divorcian de forma radical. Este hecho histórico marcaría una de las pautas más interesantes: la niñez y la juventud están asociadas de manera directa al nacimiento del deporte más popular del mundo. En nuestro caso no.
La universidad y la escuela se juntaron en esta aventura. El fútbol que conocemos nace en Inglaterra, como el decreto que autorizó la celebración de la virgen de Santa Ana en 1382, exclusivamente para el clero inglés. La noticia dice que nuestro primer juego sucedió en la ciudad de Santa Ana. Bien, la leyenda sustenta la superstición que habita entre las piernas de los futbolistas.    
El fin de siglo estaba por llegar, en la cabeza de la gente habitaba ese ser que toma vida cuando cien años terminan: la especulación. El occidente del país era entonces un lugar de clima fresco, de fincas cafetaleras y auge de una oligarquía terrateniente. El Salvador era gobernado en medio de un proceso de reformas plasmadas en las leyes del registro civil, la secularización de los cementerios, la fundación del Banco Internacional y la extinción de los ejidos y las comunidades indígenas. Las crisis y los golpes de Estado estaban a la orden del día.
Y la especulación se hizo carne: a eso de las nueve de la mañana, se asegura, comenzó el juego que dirigió el árbitro Miguel Yúdice. Se organizaron dos equipos, uno por San Salvador y otro por Santa Ana. Por San Salvador: en la portería, Federico Yúdice, en la saga Federico Sawyer, en la línea del medio, León Imberton, Ricardo Sagrera y Alejandro Salazar, en el sector ofensivo: Manuel Fiallos Angulo. Por el equipo de Santa Ana, guardavalla: Ángel Álvarez, defensa extrema: Tomás Trujillo y Pedro Geoffrey, como “cañoneros”, —así se le decía a los delanteros en aquellos años—, Octavio Molina, Pacas, Álvarez, Butter y Ramón Sifontes.
Mauricio Klein me leyó una nota cuando conversamos de ese primer juego de pelota, me dijo que era suya, luego, como buscando en un lugar olvidado, me aseguró que la había tomado de un periódico cuya fecha no recordaba: “En el primer tiempo, los occidentales anotaron por medio Butter, al recibir un servicio adelantado de su compañero de ala. En la etapa complementaria los santanecos consolidaron su triunfo cuando a la altura del minuto veinte el centro delantero Carlos Álvarez disparó potente tiro que batió ampliamente al guardameta Yúdice.” El marcador final fue dos goles para Santa Ana y cero para San Salvador, la crónica había sido escrita, por una fuente probablemente anónima, original o manipulada con intenciones memorables, al cabo noticia.
En aquellos días los deportistas jugaban con cualquier tipo de zapato y ropa, no había uniformidad en la indumentaria, “poco después llegaron al país unos botines de Inglaterra, que más tarde se tomaron como modelos para fabricarlos en El Salvador”. En la capital, los zapateros comenzaron a confeccionarlos y así fue que tiempo después, una familia apellidada Peraza, fabricó una marca de zapatos conocidos como “Los 44”, en alusión a la llamada “revolución de los 44” que derrocó al gobernante Carlos Ezeta en 1894. “Los Peraza se volvieron especialistas en fabricar zapatos de fútbol, que entonces eran unos botines que llevaban en la parte del tobillo unas almohaditas como protección, eran chatos con una puntera de cuero, la suela estaba confeccionada con cuero de res, los tarugos eran de cuero y llevaban un clavo de una o una y media pulgada o de la medida que el jugador quisiera pues entonces los zapatos se mandaban a hacer al gusto del jugador. Las lesiones eran contundentes con ese tipo de artefactos”.
El fútbol surge en este país como parte de la vida de una élite, entre los hijos de una clase pudiente, si no todos anclados en la cúspide del poder, al menos acomodados y vinculados a esta. La clase popular no tiene acceso a esa cultura, mucho menos las condiciones para subir a un barco y llegar a Inglaterra y traer a casa balón y botines. Se viven días en los que el fútbol como actividad recreativa todavía no pertenece al pueblo, es apenas una curiosidad para el que puede comprarla; y sin embargo, la tierra se mueve, el fútbol ha entrado a la órbita de las noticias, su balón vuela como un planeta alzado a patadas en una constelación de volcanes donde mueren nuestros ancestros a manos de una oligarquía de blancos que les arrincona y les arrebata todo lo que tienen, su tierra.
           



En el silencio de la batalla

La guerra civil entroniza la más variada y compleja exposición de  motivos políticos y sentimientos a través de los cuales se explica la postura asumida por quienes la llevaron a cabo. La condición de víctima en el momento previo al desencadenamiento de la confrontación bélica y la evolución de colectivo social al estado de organización armada de oposición, definen no solo el imaginario colectivo, precisan de forma radical la interpretación de la historia vivida.
La actividad de organizaciones campesinas, religiosas, obreras, estudiantiles y de clase media, propició el surgimiento de la guerrilla urbana durante los años 1970s, el desempeño de todos esos grupos en los planos militar, político y electoral, en alianzas o bajo presión de sus debates con otros, dio paso al surgimiento de uno de los movimientos guerrilleros más sobresalientes de la Guerra Fría, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
La lucha por derrocar a la oligarquía y dictadura militar en El Salvador es un episodio de la historia que no puede comprenderse lejos de la presencia cubana en las guerras centroamericanas. Los vínculos inexorables entre el farabundismo y el sandinismo parten desde aquel viejo encuentro de Farabundo Martí y el general de hombres libres Augusto César Sandino. Entre esas tres culturas subsistieron desde marxistas, anarquistas, socialdemócratas, socialcristianos, democratacristianos, trotskistas, maoístas, nacionalistas, sandinistas, guevaristas, liberales y por supuesto marxistas leninistas.
La guerra civil salvadoreña puede situarse entre 1972 y 1992. Veinte años de complejos procesos culturales en los que el peso de los hechos combinados con la ideología y las admirables inventivas políticas, permitieron el desarrollo de acontecimientos dignos de ser estudiados por encima de la visión de secta o el sentimentalismo militante.
La guerrilla salvadoreña estuvo conformada mayoritariamente por campesinos, seguida por estudiantes y otros sectores de clase media. La teoría más sobresaliente del marxismo que sitúa a la clase obrera como vanguardia cae en los momentos más duros de la guerra civil. Si hay un sector social mayoritario, a la que debemos un profundo respeto y admiración, es a la del mundo rural, el jornalero y el campesino, es de ese enjambre de hombres y mujeres que se nutrirán las mejores tropas de élite de la guerrilla, es de ahí donde surgirán los más admirables jefes guerrilleros, sin que ello implique despreciar a quienes provenían de la urbe.
La lucha por la reforma agraria, el respeto a los derechos humanos, libertades y democracia económica y política, estuvieron a la base de las reclamaciones ciudadanas con antelación a la guerra y durante esta. La izquierda salvadoreña consolidó cinco tendencias que en alianza constituyeron el FMLN. Bajo esta bandera se lograron consolidar unidades guerrilleras admirables, dotadas de capacidades militares, políticas y diplomáticas, que empleadas de forma conjunta dinamizaron la concepción de la guerra de movimientos y de posiciones, articularon magistralmente la táctica y el arte operativo, conjugaron la visión en una estrategia de movimiento de liberación nacional con un programa revolucionario orientado a modificar el Estado salvadoreño.
Teorías como el foco guerrillero, guerra popular prolongada, guerra popular revolucionaria y tesis insurreccional, fueron parte del debate estratégico de las tendencias participantes. A pesar de las confrontaciones y descalificaciones propias de un enjambre de postulados y perfiles personales, la diversidad de pensamiento fue lo que llevó a aquella guerrilla a protagonizar una rebelión admirable. 
La primera ofensiva general lanzada por la guerrilla salvadoreña dio inicio el 10 de enero de 1981. Su fracaso produjo el surgimiento de los frentes de guerra rurales y la formación de las primeras unidades regulares de la guerrilla. A partir de la consigna “resistir, crecer y avanzar”, el FMLN fue desarrollando una impresionante actividad bélica que le volvió una de las guerrillas con mayor capacidad militar de América.
El paso de la guerra regular a la guerra de guerrillas, llevó a un profundo desgaste en las filas del FMLN, pero lo consolidó en el arte de la concentración y desconcentración de  tropas, en la maniobra de infantería ligera, golpes de mano y defensa de posiciones fijas. Esa guerrilla enfrentó uno de los gobiernos más difíciles de Estados Unidos, el de Ronald Reagan y su política internacional de los llamados conflictos de baja intensidad.
Hace 25 años, en 1989, cuando el mundo era sacudido por una profunda crisis del bloque socialista y Reagan y Gorbachov habían dado avances en el proceso de reducción de sus capacidades militares de destrucción masiva, el FMLN lanza su mayor ofensiva guerrillera de toda la guerra, basado en dos grandes ideas estratégicas: concentración de tropas en la ciudad y llamado a la insurrección. Para poder librar esa batalla, la dirigencia se debió valer de todo el personal que estuviera en capacidad de combatir, novatos y viejos guerrilleros, muchos de estos incapacitados para librar la guerra debido a lesiones antes sufridas o a enfermedades. Pero regresaron al frente de guerra, como era el deber de esos días.
No se puede dar una respuesta lineal al por qué a pesar de conocer tan bien la guerra, aquellos muchachos lesionados decidieron volver a librar lo que, de antemano se suponía, y que en efecto resultó ser, la más importante batalla de la guerra civil. En aquellos años era fácil asegurar que esos arranques de voluntad estaban preñados de amor a la revolución, de ambiciones por la justicia y la libertad; seguramente esos sentimientos estuvieron mezclados con otros más básicos, como compartir con los compañeros que esperaban en el frente, dado que, como bien lo escribiera Erich María Remarque, probablemente lo único bueno que la guerra produce sea la camaradería.
Con los muros del socialismo del Este cayendo a pedazos, un mundo desgarrado por los desencantos occidentales asomando por América como una lección poco esperanzadora y una revolución sandinista sangrada por la intervención norteamericana, la guerra parecía no ser camino viable dentro de los parámetros considerados hasta entonces; sin embargo, la decisión fue por ello demencialmente generosa con la historia. 
Fue un riesgo enorme haberlo intentado de aquella manera, ello encierra lo que se es cuando se defienden las ideas a costa de la vida: ser dignos más allá de diatribas, simulaciones, errores, desencantos, fanatismos, energías; ser dignos al confundirse en un fragmento de la historia, en un pequeño país, que el resto del mundo conoció casi exclusivamente por su guerra, a pesar que somos, aunque cueste creerlo, mucho más que un puñado de balas rompiendo la flor de la juventud.
  De eso trata mi próximo libro “En el silencio de la batalla”, de un puñado de muchachos que pensaron y llevaron a cabo la lucha armada, de un país centroamericano llamado El Salvador, de una guerrilla conformada por cinco tendencias, todas admirables, de una ciudad llamada San Salvador, de una época que nos robó el llanto y nos obsequió la canción de gesta, de un río revuelto en el que escupimos agua y tragamos lodo, del miedo que nos arropó con la misma fuerza que el amor, de una fraternidad de hombres y mujeres irrepetibles que habitan en las anécdotas y en el momento crítico como en la risa.
La crónica está preñada de nombres, rostros, ilusiones, amores, odios y de inquietud intelectual por una época superada. Se trata de un viaje turbulento y a la vez un plan de búsqueda cercado por luces y opacidades, como la memoria que habita en sus páginas.
                                      Berne Ayalá


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